Solidaridad y neoliberalismo

por J. Sánchez Parga
“la  caridad  internacional, reconocida por todos como  necesaria para  asegurar la seguridad  de  los ricos y garantizar un mínimo de paz civil en las zonas de  gran concentración de poder y de riquezas, ha sido cada vez más confiada a la iniciativa de los particulares. Los Estados aunque manteniendo su  financiamiento han descargado sobre las ONG  la gestión de lo que  ya no es  un proyecto de desarrollo” (S.  Latouche, “De la mondialisation économique a la  décomposition social”, en L’Homme et la société, n. 105-106, 1992).

Durante la última década  un muy amplio e intenso  discurso sobre la solidaridad  se ha desarrollado paralelamente al  creciente interés y preocupación sobre  la nueva pobreza, como si la solidaridad  apareciera como una respuesta y hasta quizás una solución a dicha problemática. Supuesto este muy erróneo, tanto lógica como sociológicamente, ya que la solidaridad no puede resolver  un problema, el cual sólo ha sido posible por un defecto de solidaridad en las sociedades modernas, las que han producido y siguen produciendo pobreza en ausencia de estructuras, instituciones y dispositivos solidarios al interno de ellas  mismas (1).

A no ser que la solidaridad con la que se pretende o se supone responder a la pobreza no sea de la misma índole que la solidaridad, cuyo defecto  ha sido el origen de la nueva pobreza y de los recientes procesos de empobrecimiento en las sociedades modernas. Lo que por principio parece tan  improbable como injustificable, es que la solidaridad, entendida como “principio ético”, pueda resolver problemas de orden socio-económico y político. De hecho, algunos ideólogos de la solidaridad son conscientes de la contradicción que representa la multiplicación de llamadas e interpelaciones a la solidaridad y a las “relaciones solidarias” junto con “la pérdida de solidaridad del sistema” (2) .

Por esta razón, es necesario indagar los usos y abusos de la idea de solidaridad y el sentido que se le atribuye, para entender no sólo sus presupuestos ideológicos sino también sus referentes prácticos. Por otro lado, sería importante saber si el actual discurso solidario es nuevo o tiene precedentes históricos con los cuales poderlo comparar.   Cabe interrogarse además, si la solidaridad en cuanto hecho social es  o no intrínseco a la sociedad humana, y por consiguiente se modifica de acuerdo al modelo de cada sociedad y a sus cambios históricos.

Una constatación en apariencia contradictoria señala que en “una sociedad como la moderna, mayormente regida por valores esencialmente insolidarios”, “el volumen de energías humanas y sociales vertidas en actividades solidarias o humanitarias es demasiado considerable para que pueda ignorarlo”(3). Tal fenómeno merecería una explicación muy simple: la gran actividad solidaria no es más que una respuesta coherente al deficit de solidaridad en las mismas estructuras de la sociedad; más exactamente en sus injustas e inequitativas instituciones distributivas.

Dicha explicación sin embargo resulta insuficiente, si se considera que el “volumen incomensurable” de recursos destinados al ejercicio de la solidaridad procede en sus orígenes precisamente del mismo régimen de concentración y acumulación de riqueza que estructura, organiza y hace funcionar las sociedades modernas. Según esto, la solidaridad no sería más que el frágil puente colgante sobre “el abismo entre ricos y pobres o el que separa el mundo sacio y dilapidador  del infierno de su periferia terrestre”,  respondiendo a  “un sutil cálculo racional” o “a una simple mala conciencia” (p. 8).

Si esto es así, poco importarían las diferencias entre el paternalismo y filantropía burgueses y los más auténticos y solidarios altruismos en la sociedad contemporánea, incluso aquellos dispuestos a ayudar a los necesitados aun a costa de  posibles sacrificios propios; como tampoco importarían las diversas formas que pueden adoptar las instituciones, organizaciones, actividades sean asistenciales o solidarias, más o menos libres y espontaneas, más o menos obligatorias y condicionadas por la intervención estatal, más o menos públicas y privadas, en definitiva más o menos institucionalizadas o personales, ya que todas desempeñarían con mayor o menor eficiencia y altruismo la misma función de compensar las estructuras insolidarias de la sociedad  moderna.

Las actuales preocupaciones en torno al egoísmo, altruismo y solidaridad no son  ajenas   al contexto de esta problemática y no pueden ser analizadas al margen de estas condiciones de su producción discursiva. De hecho, un somero análisis de la reciente bibliografía sobre solidaridad permitiría distinguir dos posiciones generales: una corriente de pensamiento que abstrae sus planteamientos y desarrollos de las condiciones de modernidad de las sociedades actuales, y otra corriente que piensa la solidaridad  como solución / respuesta  a las particulares características de injusticia y desigualdad, de egoísmo e individualismo, propias de las sociedades modernas.

Frente a dicha alternativa ideológica caven dos cuestionamientos: por un lado, una crítica de los presupuestos de las elaboraciones abstractas sobre solidaridad; y por otro lado una crítica a las condiciones de posibilidad  de las respuestas / soluciones solidarias a los problemas de pobreza y violencia en la sociedad moderna. Finalmente, como hipótesis interpretativa, se podría establecer que la producción de solidaridad, de sus prácticas y discursos en las actuales sociedades no sólo se encuentran en tan estrecha y funcional correspondencia con las estructuras insolidarias de dichas sociedades, que en cierto modo garantizan y hasta legitiman en su reproducción, sino que además corresponden a una muy particular e ideológica representación (“dramatización”) de la pobreza,  la exclusión y violencia en dichas sociedades.

Sociedad y solidaridad: la lección del pasado

La solidaridad era un efecto de la estructura social en la Edad Media hasta el Antiguo Régimen (siglo XVIII). Lo que G. Duby llama la “generosidad  necesaria”, constituía el modelo distributivo propio de la sociedad feudal y “provocaba redistribuciones de bienes de muy considerable amplitud(4)”. Dicho modelo de solidaridad y asistencia “no era un opción dejada a la iniciativa personal, sino el efecto obligado del lugar que se ocupaba en un sistema de interdependencias”(5).

A medida que se van aflojando los vínculos de la “sociabilidad primaria” y que la sociedad se vuelve más diferenciada y compleja, se desarrolla una asistencia social resultado de una intervención de la sociedad sobre si misma, con funciones preventivas, protectoras e integradoras, por procedimientos cada vez más especializados y por instituciones diversas, pero cuyo objetivo es “suplir de manera orgánica, especializada, las carencias de la sociabilidad primaria” (R. Castel, p. 43). En cualquier caso la solidaridad sigue siendo un efecto de sociedad , y el tipo de asistencia desarrollado una intervención de la sociedad sobre si misma.

Cuando el Antiguo Régimen se tambalea (s. XVIII), en el Siglo de las Luces y la Ilustración que precedieron a la Revolución Francesa, comienzan a decantarse dos posiciones, que durante más de dos siglos, hasta hace pocas décadas, confrontaron la corriente liberal y la socialista en torno a dos concepciones diferentes y hasta contradictorias de entender la asistencia social  y la solidaridad. Es entonces, cuando por primera vez se establecen, se piensan y se  plantean, los derechos sociales de todos los ciudadanos y su fundamentación teórica, incluidos “los derechos del hombre pobre sobre la sociedad y los de la sociedad sobre él”; lo cual significará definir la asistencia (no la beneficencia!) como una obligación de toda la sociedad: “esta asistencia aseguradora no debe ser vista como un beneficio…es para toda sociedad una deuda inviolable y sagrada respecto de los pobres”(6). El espíritu social de la Constitución  votada en Francia en 1793, que codificaba un principio: “los socorros públicos son una deuda sagrada. La sociedad debe la subsistencia a los ciudadanos desgraciados sea procurándoles trabajo sea asegurándoles los medios de subsistencia” (art. 21), se prolongará durante siglo y medio en la tradición del pensamiento socialista.

Será necesaria la Revolución industrial durante el siglo después, y el posterior desarrollo y modernización del capitalismo durante el siglo XX, para que, al transformarse la naturaleza de la misma pobreza, ésta pueda ser mucho mejor entendida como producto de la acumulación de riqueza; y la deuda de la sociedad para con los pobres pueda comprenderse como una obligación de la sociedad traducida en derechos sociales(7). Estos cambios fueron importantes para demostrar que “en una sociedad compleja la solidaridad ya no es un dato sino una construcción” (Castel, p. 387).  Esto significa que una modificación de la sociedad modifica también la condición y forma de la pobreza en ella, modifica el tipo de vínculo y cohesión sociales a su interior, e inevitablemente también modifica el modelo de solidaridad y de intervención de la sociedad sobre sí misma.

La visibilidad de la pobreza en una sociedad no depende tanto ni directamente del número de pobres ni de su nivel de pobreza cuanto del mayor o menor grado de integración e inclusión de los pobres en una determinada sociedad. En otras palabras, es siempre la diferencia entre los pobres y el resto de la sociedad el mejor criterio de medición de la pobreza y su  visibilidad.  En países donde “la revolución industrial ha sido un fantástico multiplicador de riqueza… la indigencia es omnipresente, insistente, masiva”(8). De manera simultanea a estas posiciones, que lejos de innovar revolucionariamente un  socialismo utópico no hacían más que traducir a las modernas condiciones sociopolíticas los principios y estructuras que habían regido la “asistencia” y “generosidad  necesaria” desde la Edad Media, aparece y se consolida un liberalismo, en cuyo seno “los dispositivos específicos desarrollados en nombre de la solidaridad son otros tantos medios de evitar la transformación directamente política de las estructuras de la sociedad” (R. Castell, p. 214).

Solidaridad y asistencialismo vs. derechos y seguridad

Para los políticos e ideólogos liberales, ya en pleno  siglo XIX, “el pobre no tiene más derechos que a la conmiseración general”, y “la virtud de la beneficencia incluso cuando de virtud privada se hace pública no debe perder su carácter de virtud, es decir seguir siendo voluntaria, espontanea, libre… pues de lo contrario cesaría de ser una virtud para volverse un constreñimiento, y constreñimiento peligroso”(9).

Sólo desconociendo los presupuestos teóricos e ideológicos, que estuvieron presentes en los orígenes del debate sobre la moderna “cuestión social”, es posible sostener, como entre otros autores hace A. Heller, que la solidaridad es una “virtud tradicional de la izquierda”(10). Desde un principio, la polémica se ha cifrado precisamente en hacer de la protección y seguridad de los necesitados o bien una “virtud cívica”, como era defendida por los liberales, o bien un “derecho social” con la correspondiente “deuda” u obligación de la sociedad  en su conjunto,  como sostenían los socialistas. La firmeza con la cual los liberales defendieron siempre el carácter “virtuoso” o “caritativo”  fue proporcional al “rechazo encarnizado de los liberales para hacer de los socorros  (prácticas de asistencia) un asunto de derecho”, equivalente al mismo rechazo de convertir la pobreza en una “cuestión social”(11). En otras palabras, el liberalismo siempre insistirá en un activismo moral a costa de atajar cualquier intervencionismo social, y consecuentemente se preocupa de los vínculos morales (entre personas) para compensar sus tenaces prejuicios sobre los vínculos sociales (colectivos).

El hecho de articular la solidaridad con una ética, que haga de los sentimientos  una fuente de moralidad, dará lugar a una concepción emotiva de la moral, muy apropiada a la concepción liberal de la pobreza, considerada mucho más como desgracia y drama sociales que como un hecho y problema de sociedad.  Es ya en las elaboraciones teóricas – políticas de mediados del siglo XIX,  que se encuentra  suficientemente formulada una representación liberal de la pobreza como un fenómeno ajeno y  exterior a la misma sociedad, y que ésta sólo puede entender y debe tratar en su externalidad; mientras que reconocer la “cuestión social” de la pobreza, supondría un cuestionamiento de la misma sociedad y un tratamiento  de ella,  y que necesariamente pasa por una intervención de la sociedad sobre si misma.

Las tesis originarias, que en un principio enfrentaron la posición liberal y la socialista, darán  lugar a una evolución posterior, que se expresará en una diversidad de tendencias. En el campo liberal aparece la “economía solidaria ” o “economía social” (C. Gide), la cual aunque fuertemente impugnada por el marxismo, que la califica de “economía política vulgar” (Marx), y por el socialismo, que la considera una “economía política enternecida” (C. Worms),  desemboca en orientaciones diversas, que van del  liberalismo al socialcristianismo, y  del solidarismo al socialismo (Cfr. Castel, p. 245, nota, 5)(12).

Por su parte,  para el mismo pensamiento socialista, muy influenciado por la naciente sociología (E. Durkheim), “el conocimiento de las leyes de la solidaridad” (L. Bourgeois) y la toma de conciencia de la interdependencia de las partes en su relación con el todo social, conducirá al reconocimiento de que tales leyes no son propiamente “naturales” sino “sociológicas”, y por consiguiente cambian de acuerdo al modelo de sociedad, de la misma manera que cambia la interdependencia de los individuos al interior del todo social, según el tipo de sociedad y sus desarrollos históricos. Uno será pués el modelo de solidaridad mecánica, como llama Durkheim a la sociabilidad primaria propias de las  “sociedades comunales”, y otra la solidaridad orgánica propia de la sociabilidad secundaria en las  “sociedades societales” y complejas(13).

El problema de muchos ideólogos liberales y no liberales consiste en transponer el modelo de solidaridad, que funciona en sociedades comunales o de sociabilidad primaria (donde se combina con la reciprocidad), a las sociedades societales y complejas.  De esta manera, mientras que en el campo liberal se mantuvieron las tesis de una solidaridad “libre” (no obligada), definida como  “virtud” (no como deber), “solidaridad intensa entre los integrantes del pequeño grupo”(14), no la que se impone desde la totalidad social, y cifrada en la “asistencia” o “beneficencia”, en el campo socialista se decanta una doble postura: la que desplaza la “cuestión social” hacia el Estado social de derecho, convirtiendo las políticas sociales del Estado en la versión pública de la asistencia y beneficencia, y la que más bien privilegia el deber / obligación de la sociedad en su conjunto (“deuda inviolable y sagrada de la sociedad respecto del pobre”), el carácter de protección y de seguridad requeridos por los pobres, y los dispositivos de distribución por medio de la cual se salda realmente la deuda social y se ejercen los derechos y deberes sociales: “la solidaridad nacional financiada por el impuesto”(15).

Así, frente a las “políticas sociales” o “políticas asistenciales”, “una suerte de organización de la caridad ” por parte del Estado  (como las critica Jean Jaurés en 1905), se opondrán quienes defienden “el reconocimiento de un derecho (a la seguridad y la protección) sancionado por un principio legal” (Cfr. Castel, p. 289).

Retorno de una solidaridad neoliberal

La edad gloriosa de la seguridad social (que se alcanza en los años 60-80), basada en la “propiedad social” (Castel) de todos los ciudadanos y su distribución por medio del impuesto o sistema tributario de cada sociedad,  es la culminación de un largo recorrido de pensamiento social y de luchas sociales. Pero la correlación de fuerzas de la corriente socialista y liberal, con sus respectivas posiciones ideológicas, se modificará muy sensiblemente en el transcurso de las dos últimas décadas, cuando los liberales (con concesiones socialistas) introducen las políticas sociales tendientes a “subvencionar el desempleo” o implementar  un “ingreso mínimo de inserción ” (el RMI) destinado a los “nuevos pobres”. Y a medida que se agrava la  “nueva pobreza”, el discurso solidario no sólo trata de permear las políticas y programas sociales, sino que incluso llegará a  suplantarlos(16).

La idea e ideología de la solidaridad, con la que progresivamente se sancionará el fracaso de las últimas luchas por los derechos sociales, no es más que una forma de “tomar la opción por los pobres” pero a condición de  abandonar todo cuestionamiento de la sociedad que los produce(17). Por eso, el discurso de la solidaridad, “la asistencia rebautizada”, no será más que “una versión eufemística de la asistencia para resolver los problemas de protección social ligados a la crisis”(18).

Si bien será necesario poner a prueba una nueva forma de solidaridad / sociabilidad para sociedades modernas, donde lo colectivo, lo común y lo público resultan cada vez más exteriores al sujeto social, y donde el individualismo, libertad y autonomía reducen los niveles de interdependencias o los segmentan; sin embargo, las solidaridades anunciadas y propuestas aparecen tan insuficientes para garantizar la cohesión social como inadecuadas para proteger los sectores más vulnerables, y cada vez más amplios, asegurando su (re)inserción en la sociedad. Lo que obligaría a preservar el principio fundamental de que “sin derecho social no hay solidaridades concretas”(19).

Lo que E. Durkheim con los republicanos franceses y socialistas europeos del siglo XIX llamaron solidaridad, era precisamente ese vínculo problemático, que asegura la complementariedad de los elementos de una sociedad, a pesar de la creciente complejización y diversificación de su organización interna. La tesis de fondo, de que no  hay solidaridad sin cohesión social, justamente se elabora cuando la sociedad industrial comenzaba a quebrar  las solidaridades tradicionales. Es muy fácil y tentador incurrir en el malentendido de pensar la solidaridad en referencia a los pobres y desvalidos, cuando en realidad hay que referirla a la cohesión social; aquella es una consecuencia de ésta. De ahí que “no  hay cohesión social sin protección social” (Castel); puesto que tampoco hay mejor solidaridad que la interdependencia, no ya como un hecho sino como una construcción de la misma sociedad.

En lugar de buscar cuales serán las nuevas formas  y procedimientos de solidaridad en las sociedades modernas, lógicamente  de manera  previa sería necesario indagar  cuales son las  características, que puede adoptar el “vínculo social ” o la “cohesión social” en dichas sociedades; ya que sería la particular naturaleza de tal vínculo y cohesión, de donde resultarían las nuevas formas de solidaridad. El problema es que asistiendo hoy a las rupturas del vínculo social y a la perdida de las solidaridades tradicionales, no estamos en las mejores condiciones para visualizar con mayor nitidez  las nuevas modalidades que adoptará tal vínculo y cohesión sociales en el futuro de las sociedades modernas.

Nada demuestra mejor el fondo de falacia y las inútiles ineficiencias de los actuales discursos e interpelaciones sobre la solidaridad, que el fenómeno de la exclusión, el cual sólo ha sido posible por las mismas causas que hacen imposible la solidaridad en las sociedades actuales. La  desintegración del vínculo social, todos los dispositivos y procedimientos de des-inserción social (desde la des-contractualización laboral y conyugal hasta la desarticulación entre nación y nacionalidades) se han realizado y siguen desarrollándose gracias a una creciente desolidarización y ello no sólo a nivel macro sino también microsociales.

Al romperse y reducirse los procesos de socialización (integración en la sociedad a través sus instituciones: familia, clases, trabajo, Estado…) y de sociabilidad (de incorporación y comunicaciones y relaciones intra-institucionales), no sólo las solidaridades secundarias pierden contenidos y obligatoriedad sino también  las solidaridades primarias.

El retorno de los idearios e ideales solidarios se hicieron objeto de serias  y contundentes críticas, las cuales sin embargo ni fueron suficientemente compartidas por todo el pensamiento social actual ni tampoco fueron  capaces de traducirse en   fuerzas políticas compactas. El regreso del humanitarismo solidarista (bajo la forma de ayuda y cooperación, de conciencia y sensibilidad) fue un síntoma de lo que era capaz la ideología neoliberal: “un humanitarismo de encargo con el que se atavían nuestras exacciones” (Hanna Arendt).

Cabe preguntarse con H. Arendt, para quien “la piedad mata la dignidad humana todavía con más seguridad  que la miseria ”, si el aumento de la idea humanitaria o solidaria no será proporcional a nuestra culpabilidad respecto de orden  social actual en el mundo. Tanto más cuanto que este neo-humanitarismo y su solidaridad vacían de politicidad el problema de la pobreza y  lo poco que quedaba de su cuestionamiento social. No se entiende muy bien, por ello, que algunos autores tan críticos del actual orden del mundo, hayan apostado a la solidaridad como “condición material y moral para la disminución de las desigualdades sociales y de exclusión”(20).

Quizás por estas razones, actualmente más que nunca antes se evidencia  la contradicción  entre las relaciones, las conductas, las interpelaciones y los sentimientos de solidaridad  con  “la pérdida de solidaridad del sistema en su conjunto debido a los cambios estructurales” (V. E. Tokman, o.c., p. 98). Ya que se trataría con ello de afectar o modificar las conductas pero no las relaciones sociales, y menos aun las posiciones de los actores sociales y estructuras de la sociedad. Lo cual supondría  que “los dispositivos específicos desplegados  en nombre de las solidaridades son otros tantos medios de evitar la transformación directamente política de las estructuras de la sociedad” (Castel, p.  211).

El recurso a la solidaridad marcaría no sólo la despolitización sino también la misma desocialización de la pobreza como hecho social (con su consiguiente moralización); puesto que allí donde la sociedad se reconoce impotente para (re)integrar socialmente los pobres, que ella misma produce, no sólo los pobres se vuelven visibles, sino que la misma beneficencia y el asistencialismo, con toda la solidaridad que se quiera, se vuelven necesarios no para  resolver realmente la pobreza sino para aliviarla o hacerla soportable. Pero todo esto acarrea una “victimación de la cuestión social” (P. Rosanvallon), donde la sociedad de la reparación generalizada tiene por objeto al otro en cuanto víctima del funcionamiento del sistema pero no en cuanto ciudadano.

No cabe la menor duda, que el colosal despliegue humanitario, con todos los  recursos financieros, tecnológicos y organizativos desplegados por la maquinaria asistencial,  ha sido la mejor respuesta de las actuales sociedades modernas  al también colosal boom de la pobreza y la miseria en dichas sociedades. Sin embargo toda la ideología y tecnología humanitaria es sobre todo consoladora y curativa, pero en modo alguno preventiva. Es en este concreto y muy preciso contexto humanitarista, que la solidaridad ha encontrado su escenario y campo de acción. Y nada escenifica mejor la versión dramática (despolitizada y desocializada) de la pobreza,  la teatralización de la desgracia de los otros,  y el género emotivo de la solidaridad suscitada, que la solidaridad televisiva de los Teleton, “donde todo ocurre como si el programa llegara efectivamente a controlar y dirigir el comportamiento de los telespectadores, para transformarlos en donantes”(21).

Una solidaridad no como alternativa

Para algunos autores (Habermas) habría que sustituir la benevolencia y beneficencia por la solidaridad, sin excluir de ésta el compromiso con el desfavorecido (Puekert) y la cooperación, o haciendo de ella un objeto de merecimiento (A. Cortina); para otros autores la solidaridad tiene que ver con la atención a los necesitados (J. S. Mill) y para otros en fin es el resultado de un vínculo social o de la pertenencia a una misma comunidad o “nosotros”(22). En cualquier caso todas estas versiones de la solidaridad  prescinden del determinado modelo de sociedad al que se refieren. No puede tener el mismo sentido la solidaridad en la antigua democracia de Atenas, las comunidades medievales, en la moderna sociedad capitalista. Cual sería sin embargo el principio por el cual se define la solidaridad, y que permite distinguirla conceptualmente de otras formas de relación social (cooperación, asociación, contrato, ayuda, asistencia, beneficencia…).

La fórmula jurídica que se encuentra al origen etimológico de la palabra solidaridad, especifica con mucha precisión su sentido, al designar la relación jurídica de una obligación. En su uso jurídico (“obligación solidaria”, 1690) solidaridad designa lo que es “común a muchas personas de manera que cada una responda del todo”; y el adverbio solidariamente (cuyo uso jurídico data de 1496), también del latín “in solido”, indica la “exigencia total de un compromiso”, y en su uso corriente una “dependencia recíproca”; así mismo, solidaridad significa “el estado de acreedores solidarios”,  y según el Código Civil (11804) el carácter solidario de una obligación. La noción fue traducida al vocabulario socio-político como una “prudente substitución” de igualdad sobre el plano económico(23).  En todos sus usos y variaciones gramaticales el concepto de solidaridad releva siempre del ámbito del derecho (no tanto de la ética o la moral), designa un estado (y no tanto una acción o comportamiento), y comporta una acepción de obligatoriedad y de compromiso, expresión de un vinculo o corresponsabilidad colectiva.

Lo que especifica la solidaridad en cuanto “relación social” es que se trata de una relación de obligación, en base a deberes y responsabilidades recíprocas, según la cual “cada uno es responsable de todos y todos lo son de cada uno”.  Poco importarían las transformaciones  a las que se encontrarán sujetas las sociedades modernas, y tampoco importaría que “nuestras sociedades estén constreñidas a inventar solidaridades, que no reposen principalmente sobre el trabajo y sobre las convergencias de interés económico”(24). De hecho no menores fueron los cambios de las sociedades comunales a las societales, de la sociedad medieval a la sociedad industrial; sin embargo a través de todos estos cambios la idea de solidaridad siempre ha conservado su sentido específico: un estado o condición de sociedad, un vínculo social, una obligación y derecho. Las formas particulares que adopten estas características que definen la solidaridad dependen ya del modelo de sociedad; pero sin  tales determinaciones específicas se cambiaría el sentido mismo de la solidaridad. Y en tal precisa perspectiva “será imposible recrear la solidaridad sin encontrar un nuevo cimiento colectivo”(25).

En M. Weber se encuentra la confirmación de un sentido muy preciso del concepto de solidaridad en sus diferentes acepciones y usos sociológicos, ya sea especificando su carácter obligatorio, “deber de solidaridad” (II,iv, 3, p. 323), de “responsabilidad solidaria” (II,ii, 5, p. 212), o “solidaridad de intereses” compartidos (I, vi, 13,p. 212), o bien situando la solidaridad en el contexto de un vínculo social, ya sea este producto de la “solidaridad inmediata” de las comunidades (I, i, 26, p. 123), de la “comunidad doméstica… económica y personalmente solidaria” (II, ii,1, p. 291) o de los clanes (I. iii, 4, p. 298)(26). Según esto, dos determinaciones fundamentales definen la solidaridad y sin los cuales ésta tendría que ser conceptualizada de manera distinta: el carácter obligatorio  y de responsabilidad, que existe en la acción y relación solidaria,  resultante  de la vinculación  que un tipo de sociedad o de asociación  impone a sus partícipes.

Ahora bien, precisamente porque también es un principio y valor sociales, la solidaridad no existe realmente sin prácticas, procedimientos  y dispositivos técnicos. No hay que confundir la solidaridad con estas otras instituciones sociales, que ella fundamenta, pero que no  existiría sin ellas. Así, por ejemplo, la seguridad social es un dispositivo del Estado social de derecho, que produce solidaridad; de la misma manera que el impuesto a la renta es una técnica de distribución de la riqueza o del producto social que produce solidaridad. En una sociedad hay otros procedimientos o mecanismos de redistribución que no son necesariamente tributarios, y que responden al principio de solidaridad. Puede darse un modelo de redistribución muy eficaz, pero que no necesariamente comporta un principio de solidaridad; esto hace que algunas formas de redistribución se operen sobre la base de una “ideología de la indemnización”; siendo entonces en cuanto víctimas de los daños y desigualdades resultantes del sistema social, que se identifican los beneficiarios de la distribución, y no en cuanto ciudadanos, en razón de los derechos sociales, por los que se encuentran vinculados a la sociedad, y participan del “pastel social”; tampoco de acuerdo a un imperativo de igualdad (Cfr. Castel, p. 64ss).

No cabe duda, sin embargo, que una solidaridad dominada por la distribución de la riqueza y que, partiendo de un fortalecimiento del vínculo social, contribuye a la cohesión de la sociedad en su conjunto, compromete todas las relaciones sociales, todas las clases y actores sociales, y realiza el ideal del Estado social de derecho fundado sobre el principio explícito de justicia y solidaridad. Así “el ejercicio de solidaridad se hará más directamente político; en otros términos, se identificará a la formulación de un contrato social” (Rosanvallon, p. 36).(27)

Así entendida, la solidaridad no sería posible en el actual  contexto de la globalización, donde no existen ni siquiera las condiciones para establecer un marco normativo de derechos y obligaciones colectivos, que puedan traducirse en mecanismos de distribución global. No hay un Estado, ni social ni de derecho, a nivel mundial, capaz de organizar y regular una norma de equidad y procedimientos de solidaridad, donde “equidad y redistribución se confunden” (Castel).

A nivel de la globalización, de sus ideales e imperativos, hay “crecimiento económico”, “aumento de la riqueza” y “ayuda a los países subdesarrollados”; pero en modo alguno se menciona la participación o distribución. La Cumbre de Davos  (enero 2000) fue muy clara en estas declaraciones. Las consecuencias son obvias, el problema de la globalización no radica fundamentalmente en que la colosal concentración y acumulación de riqueza en el mundo se opere gracias a su no-distribución, a la no-participación en ella y a la exclusión de la gran mayoría de la población mundial, sino en el   hecho de que en la globalización no hay ciudadanos ni ciudadanías, ni mucho menos derechos sociales. Por esta razón es posible la globalización de la pobreza (junto con la de los mercados financieros) en el mundo.  Pero por mucho que la globalización desciudadanice a las sociedades nacionales, la misma globalización sin ciudadanías tampoco hubiera sido  posible sin el previo debilitamiento y precarización de la ciudadanía en dichas sociedades.

Si, para concluir, la globalización representa tanto un reto como la frontera a la solidaridad, tal como se ha entendido hasta ahora, un resultado de esta global desolidarización consistirá en  la erosión de las solidaridades sociales, nacionales y locales, en todo el mundo; o bien, a todos estos niveles, en su versión más depravada: el humanitarismo y la beneficencia. O en esa otra versión no menos violenta pero más realista, que divide el mundo entre deudores y acreedores.

Notas 

  •  (1) “La preocupación por la pobreza y, por ende, por las políticas para combatirla se asocian  crecientemente a la concepción de solidaridad. Este principio de origen ético…” (V. E. Tokman, “Pobreza y homogeneización social”, en Pensamiento Iberoamericano, n. 19, 1991: 97).
  • (2) “Este aumento de las relaciones de solidaridad… se contrapone a la pérdida de solidaridad del sistema en su conjunto debido a los cambios estructurales” (V. E. Tokman, o.c., p. 98).
  • (3) S. Giner & S. Sarasa, “Filantropía y política”, en CLAVES de la razón práctica, n. 62, 1996: 1.
  • (4) G. Duby, Guerriers et  paysans, Gallimard, Paris, 11978: 261. La sociedad medieval se encontraba fuertemente jerarquizada “pero también era una sociedad cohesionada, asegurada y satisfecha. De donde resultaba  un sentimiento de seguridad económica” (G. Duby, “Les pauvres des campagnes dans l’Occident médiéval jusqu’au XIII siécle” en Revue  d’histoire de l ‘Eglise en France, t. LII, 1966:  25).
  • (5) El hecho es que según R. Castel (p. 38) “los más desvalidos no representan un factor de desestablización interna en esta formación social, que controla los riesgos de desafilización masiva gracias a la rigidez de su propia estructura” (p. 40). Les métamorphoses de la questión social. Une chronique du salariat, Fayard,Paris, 1995: 40.
  • (6) C. Bloch & A. Tuetey, Proces Verbaux et rapports du Comité pour l’extinction de la mendicité de l’Assemblée Constituente, Imprimerie nationale, Paris, 1910. Citado y analizado por R. Castel, 1995: 184ss. Esta legislación tenía ya precedentes en el pensamiento social y político del siglo XVIII. La noción de derecho social aparece  en Monntesquieu (“la limosna dada a un pobre no remplaza las obligaciones del Estado, que debe a todos los ciudadanos una subsistencia segura ”, Lois, De l’Esprit des XXIX, 1742).
  • (7) Tal será la “inexplicable” constatación de A. Tocqueville a principios del siglo XIX, comparando el caso de Portugal, donde no había miserables y el de Inglaterra donde había masas: “Los países que aparecen  como los más miserables son los que en realidad cuentan con menos indigentes, y en los pueblos cuya opulencia se admira una parte de la población para vivir está obligada a recurrir a los dones de la otra” (Memoire sur le pauperisme, leido a la Academie de Cherburg en 1855, reproducido en Revue International d’action communautaire, n. 15/56, Montreal, 1986:  27-40 .
  • (8) R. Castel, p. 219. Un  ejemplo actual muy representativo es el caso de un país como Siria, donde la pobreza de la sociedad siria lejos de producir pobres los integra de tal manera que no son socialmente visibles, mientras que una sociedad como la ecuatoriana, una de las más inequitativas y con menor distribución de la riqueza en América Latina, no sólo produce pobres sino que también visibiliza social y extremadamente su pobreza.
  • (9) A. Thiers, Rapport au nom de la Commission de l’assistance et de la prévoyance publique, séance du 26 janvier 1850, p. 111 Citado por R. Castel, (p. 234).
  • (10) A. Heller, “Etica ciudadana y virtudes cívicas” en A. Heller & F. Fehér, Políticas de la post-modernidad  (Península, Barcelona, 1989). A. Heller se preocupa por distinguir la solidaridad que “se practicaba en el seno de un grupo”  del  “sentimiento de hermandad”, hablando siempre de una virtud que puede traducirse en un sentimiento (cfr. p. 226ss).
  • (11) Cfr. R. Castel, (p. 235). Como resalta A. Klappenbach, “los sentimientos no son ajenos a la moral, pero no pueden convertirse en criterios éticos decisivos” (“Egoísmo y altruismo”, en CLAVES de la razón práctica, n. 52, 1995: 74); en la medida que son subjetivos y dependen de estados de ánimo, aunque importantes para la vida social y relaciones sociales, no pueden convertirse en principios de organización de aquella ni en regulaciones de  estas.
  • (12) La Sociedad de la economía social, fundada por Le Play en la segunda mitad del siglo XIX, sirvió de puente entre los  liberales y los socialistas, y en torno a ella aparecerán las primeras versiones modernas de las políticas sociales. Desde entonces el “trabajo social ” y la “acción social”, aunque distanciados del asistencialismo y solidaridad liberales, se limitarán a tratar la miseria del mundo capitalista  “aportando correctivos a las contra-finalidades más inhumanas de la organización de la sociedad, pero sin tocar su estructura” (Castel, p. 245).
  • (13) Más allá del gran valor interpretativo de estas distinciones tan elaboradas por Weber, quizás resulten demasiado simplificadoras  en la actualidad para comprender y explicar las modernas sociedades, donde habría que pensar no sólo en formas residuales de solidaridad (mecánica) coexistiendo con otras solidaridades (orgánicas) y a  su interior, o viceversa, sino incluso en las transformaciones de ambos modelos de solidaridad en otros  diferentes.
  • (14) J.A. Rivera, “De la sociedad cerrada a la sociedad abierta”, en CLAVES de la razón práctica, n. 62, 1996: 17. Este enfoque, que asocia solidaridad, reciprocidad y altruismo intergrupales, es muy representativo de la mencionada transposición, en la que se suele incurrir con frecuencia, de un  modelo de solidaridad propio de una sociedad a otro modelo de sociedad diferente. “Ya no habrá más solidaridades aceptadas y reinvindicadas que las de una proximidad entre quienes tienen intereses comunes; estas solidaridades, no estando reguladas por otras superiores y más generales, se afirman en detrimento del cuerpo social ” (R. Rémond, La politique n’est  plus ce qu’elle était, Flammarion, Paris, 1994: 98).
  • (15) El socialismo francés – intelectual y político – , ya desde inicios del siglo XX,  se mostró siempre muy lúcido y atento, al defender  un proyecto de solidaridad nacional financiado por el impuesto y capaz de asistir al conjunto de la población, salariados y no salariados, evitando la trampa de una “legislación asistencial”,  cuando lo que se buscaba era generalizar la seguridad social ; la ambiciosa empresa iniciada tras la Segunda Guerra Mundial, y que la última década del siglo XX comenzaría a minar en algunos países.
  • (16) No es el caso de desarrollar aquí los grandes cambios operados nacional e internacionalmente,  en los ámbitos socio-económicos, políticos y culturales, que dieron lugar a una nueva situación dominada por el  fenómeno de la globalización y la hegemonía neoliberal.
  • (17) Es muy elocuente que en Francia  para que el “ingreso mínimo de inserción” o “salario mínimo vital”  fuera aceptado en la campaña electoral de los años 70, hubo necesidad de copularlo con el “impuesto de solidaridad sobre la fortuna” (ISF), el cual remplazaba el  “impuesto sobre las grandes  fortunas” (IGF).  Aquel se pagó a condición  de no cobrar este. Desde entonces, en todo el mundo todas las conquistas sociales fueron pírricas; es decir con más pérdidas que ganancias.
  • (18) J. M. Belorgey, “ Le RMI:  une loi sans égalités ? ”, en  Esprit, dec. 1988: 40s. El principio consagrado durante casi todo el siglo XX consistió en subsumir la solidaridad en la distribución de la riqueza, ejercidas ambas desde la contribución tributaria.
  • (19) “Las antiguas formas de solidaridad se encuentran demasiado agotadas como para reconstruir  un soporte de  resistencias constantes” (Castel, p. 474).  Un ejemplo muy elocuente de cómo la solidaridad se  presta a las versiones más asistencialistas, filantrópicas y paternalistas  fue el “bono solidario” (un salario mínimo mensual) instituido por el gobierno de Mahuad en 1998 en Ecuador, para aliviar la pobreza de  los más pobres (madres de escasos recursos con hijos menores); cuando  ese mismo gobierno, incapaz de  establecer  el  impuesto a la renta, tuvo que salvar la crisis  bancaria a costa de varios miles de millones de dólares.
  • (20) A. Touraine, Pourrons – nous vivre ensemble? Egaux  et  différents, Fayard, Paris, 1997: 279. Esta idea, lejos de ser incidental, aparece reiterada en  sus últimas obras:  “Una política de la solidaridad (por parte de la sociedad política), que disminuye la distancia entre categorías sociales y combate la discriminación y la segregación” (1997: 294);  “ … veo hoy desarrollarse la defensa de los derechos culturales y de la  solidaridad  social; sólo ellos pueden conducir a una reconstrucción de la vida política y a una transformación de la sociedad” (p.358).
  • (21) D. Cardon & J. Ph. Heurtin, “Téléthon, anatomie d’un public solidaire. Entre générosité et manipulation” en Le Monde Diplomatique, Décembre, 1999. Los autores enfocan el fenómeno desde la manipulación televisiva, cuando el fondo del problema es el contenido de dicha manipulación: las víctimas y desvalidos que una sociedad produce; y como no puede integrarlos en sus protecciones y seguridades los expone a los públicos y mediáticos sentimientos y emociones de la caridad  privada de los telespectadores.
  • (22) No queda muy claro en el artículo de G. Amengual (“La solidaridad como alternativa. Notas sobre el concepto de solidaridad” en Revista Internacional de Filosofía Política, n. 1, 1993) de qué sería alternativa la solidaridad. Lo que si parece claro para el autor  es que la solidaridad no puede hacer referencia a derechos y deberes sino sólo a  “un modo de comportamiento y actitudes, o quizás a un valor, en el sentido de criterio e indicación para la orientación del comportamiento” (p. 143). De esta misma vaguedad especulativa adolece su posterior definición de la solidaridad: “no es más que la vivencia honesta de la fáctica interdependencia constitutiva que todo sujeto vive, sabiendo que la medida de su libertad…” (p. 149).
  • (23) Cfr. Le Robert. Dictionaire historique de la langue francaise, 1993, p. 1967. Un análisis etimológico más amplio  y de los usos jurídicos de la noción de solidaridad desarrolla G. Amengual en su citado artículo.
  • (24) B. Perret & G. Roustang, Affronter la crise de l’intégration sociale et culturelle, Seuil, Paris, 1993: 275.
  • (25) P. Rosanvallon, La nouvelle question sociale. Repenser  l’Etat – providence, Seuil, Paris, 1995: 74. Todo el esfuerzo del autor en esta obra se centra precisamente en repensar una solidaridad nueva, pero que no haga concesiones a una versión liberal. Antes los liberales aceptaron un sistema de seguridades sociales como una concesión que les permitiera conjurar el espectro del socialismo y atajar las explosiones de conflictividad social. Descartados actualmente estos dos peligros, el neoliberalismo recurre a la solidaridad en términos más asistenciales y humanitarios.
  • (26) M. Weber define la solidaridad como una relación social, en la que “toda acción de cada uno de sus partícipes se imputa a todos los demás” (p. 37). En otro pasaje Weber indica que “la posibilidad para los individuos de sustraerse a esa solidaridad (basada en intereses) es diferente según la estructura (de la sociedad y de la asociación a la que pertenecen”  (Wirtschaft und Gesellschaft, J.C.B. Bohr, Tubingen, 1972).
  • (27) P.Rosanvallon, La nouvelle question sociale. Repensar l’Etat – providence, Seuil, Paris, 1995.